Cuando hablamos de justicia climática, tendemos a pensar en debates técnicos sobre cómo lograr una “transición justa”, cómo proteger empleos en el proceso de descarbonización o cómo compensar económicamente a quienes sufrirán más daños. Pero esa manera de enmarcar el problema, aunque bien intencionada, suele mover el foco hacia lo menos incómodo. Nos invita a pensar que el corazón de la justicia climática está en ajustar la transición para que sea más ordenada, cuando en realidad deberíamos mirar hacia algo más profundo. Porque la crisis climática no es un fenómeno fortuito. No es un meteorito que cayó del cielo. Es el resultado directo de decisiones humanas que pueden entenderse en tres planos de responsabilidad: upstream, presente y downstream.
Upstream: un pasado de decisiones y acciones, no solo emisiones
Muchas narrativas presentan el pasado como un simple registro de “emisiones históricas”. Países del Norte global han emitido más CO₂, y por lo tanto deben más responsabilidad. Esto es cierto, pero es apenas la superficie.
El upstream de la justicia climática es más amplio: se trata de entender las estructuras históricas que hicieron posible esa producción desmesurada y desigual de riqueza y energía. Aquí entran la depredación sistemática de territorios, la extracción masiva de recursos, el tráfico de esclavos, el uso colonial del suelo y del subsuelo, y la imposición de modelos económicos que concentraron beneficios en unos pocos a costa de muchos otros.
No fue solo que unos países emitieron más: es que diseñaron el mundo para poder hacerlo, anulando alternativas energéticas, saberes locales, modos de vida distintos y economías no extractivas. La justicia climática, entonces, no puede comenzar en 1990 ni en Kioto ni en París, sino en el análisis ético y político de cómo llegamos aquí y quién tomó las decisiones que definieron ese camino.
El presente: del “todavía se puede evitar” al “ahora es inevitable”
Aquí es donde solemos equivocarnos al hablar de justicia climática. Durante décadas, la humanidad tuvo la oportunidad de evitar lo peor. Desde los años 60, cuando científicos ya sabían que el CO₂ generado por actividades humanas calentaría el planeta y representaría un riesgo grave, había un margen claro de acción que fue ignorado y puesto debajo del tapete. En los 90, ese margen de acción seguía ahí, y la arquitectura climática internacional se construyó bajo la lógica de la prevención.
El Protocolo de Kioto reflejó ese espíritu: reconocía que los países desarrollados eran los principales responsables y, por lo tanto, los únicos obligados a reducir sus emisiones. La premisa era simple y justa: quienes más habían contribuido al problema debían actuar primero y con mayor fuerza.
Pero ese acuerdo fue sistemáticamente saboteado, minimizado o abandonado por los propios países que debían liderar. Sus compromisos fueron débiles, los mecanismos de mercado diluyeron la ambición y la inacción política se volvió la norma. Mientras tanto, la industria fósil operó con conocimiento pleno del daño, invirtiendo millones en desinformación y cabildeo para frenar regulaciones.
Treinta años después, pasamos de discutir cómo evitar el calentamiento global a administrar las consecuencias de haberlo permitido. Y en ese tránsito, de lo evitable a lo inevitable, ocurrió algo fundamental: el reparto de responsabilidades se “universalizó”. Con el Acuerdo de París, todos los países asumieron obligaciones, incluidos aquellos que no crearon el problema, que no se beneficiaron del modelo fósil y que ahora enfrentan los peores impactos. Lo que antes era una cuestión clara de responsabilidad diferenciada se transformó en un discurso de “todo mundo tiene que hacer su parte”, aunque las partes no sean comparables. El resultado es un burden sharing profundamente injusto.
Mientras tanto, la temperatura global ya ronda 1.5°C, un umbral que durante años se presentó como un límite a evitar y que ahora parece más un punto de partida que un destino, en el que los países menos responsables son los que sufren los peores impactos del cambio climático.
Downstream: el futuro decidido
El plano downstream de la justicia climática nos obliga a mirar hacia el futuro, pero no como un espacio abstracto. Las decisiones que tomamos o no tomamos hoy están definiendo quién vivirá, quién morirá, qué territorios serán habitables y cuáles no, qué culturas podrán continuar y cuáles desaparecerán.
Aquí entramos en lo que algunos autores llaman decisiones necropolíticas: políticas que determinan, de manera consciente o por omisión, qué poblaciones serán sacrificadas o quiénes quedan expuestos a la muerte por decisión deliberada. La justicia climática downstream implica preguntarnos: ¿A quién en el futuro estamos sentenciando hoy con nuestra falta de acción? ¿A cuántas personas estamos condenando a morir por calor extremo? ¿Cuántas culturas desaparecerán con la pérdida de sus territorios? ¿Qué ecosistemas estamos sacrificando?
El downstream mira hacia las consecuencias futuras de nuestras decisiones presentes, pero esas decisiones no son neutrales: están profundamente capturadas por intereses económicos que ven en la crisis una oportunidad de negocio. Los grandes bancos, aseguradoras y fondos de inversión ya construyen modelos financieros que lucran con la volatilidad climática: venden bonos de resiliencia, aseguran infraestructuras críticas a precios impagables, compran tierras en zonas seguras anticipando desplazamientos y apuestan a nuevas formas de explotación energética bajo el nombre de “transición”. Muchos fondos especulan con futuros climáticos sabiendo que los más golpeados serán quienes tienen menos.
Las consecuencias previstas como muertes evitables, desplazamientos masivos, extinción de especies o ecocidio no son inevitables. Son el resultado directo de un sistema que privilegia la rentabilidad sobre la vida. Si entramos de lleno en un futuro gobernado por la necropolítica climática, entonces la justicia, la poca que quede, será principalmente justicia póstuma: juicios después del daño, tribunales que determinen responsabilidades por ecocidio o por crímenes de lesa humanidad a quienes, con pleno conocimiento, llevaron al planeta hacia un escenario de sufrimiento evitable. La justicia del downstream, si no cambiamos el rumbo, será una justicia tardía que intenta nombrar culpables cuando ya no es posible reparar lo perdido.
¿Qué es hacer justicia entonces?
Justicia en el upstream
Hacer justicia en el upstream significa atender las causas profundas de la crisis climática, que no empiezan con las emisiones modernas sino con siglos de colonialismo, extractivismo y desigualdad estructural. Implica reconocer explícitamente ese legado histórico y repararlo con acciones materiales, no solo discursos, como financiamiento no endeudante, restauración ecológica, transferencia tecnológica y reformas comerciales que desmantelen privilegios heredados. La justicia upstream exige corregir la arquitectura internacional que permitió que algunos países construyeran riqueza a costa de territorios, pueblos y ecosistemas enteros. Sin esta reparación del origen del daño, cualquier discusión sobre justicia climática queda incompleta.
Justicia en el presente
La justicia climática en el presente consiste en romper el bloqueo político y económico que ha permitido que una crisis evitable se vuelva inevitable. Significa desmontar el poder de la industria fósil, eliminar subsidios, frenar el lobby corporativo y evitar que quienes causan el problema sigan dictando las reglas. También implica restaurar el principio de responsabilidades diferenciadas que se diluyó con el Acuerdo de París, de modo que los países desarrollados reduzcan más, más rápido y sin condiciones, además de financiar la adaptación y la pérdida y daño. Hacer justicia hoy exige reorientar nuestra idea de progreso, detener proyectos que amplían vulnerabilidades y priorizar vidas y ecosistemas sobre la rentabilidad inmediata.
Justicia downstream
Hacer justicia en el downstream significa reconocer que el futuro no es un escenario distante, sino el espacio donde se materializan las consecuencias de nuestras decisiones presentes. Es aceptar que cada retraso, cada concesión a los intereses fósiles y cada política insuficiente está definiendo quién tendrá derecho a una vida digna y quién quedará expuesto al riesgo, al desplazamiento o a la muerte. El downstream revela que la crisis climática es también una disputa por el derecho a existir: comunidades que perderán sus territorios, culturas enteras que desaparecerán al quedar sumergidas, ecosistemas que serán destruidos porque su protección no genera ganancias. Y, sobre todo, muestra cómo las decisiones financieras y políticas que hoy privilegian la rentabilidad están creando un futuro gobernado por una lógica necropolítica, donde la economía determina quién vive en zonas seguras y quién queda condenado por calor extremo, inundaciones o pérdida de medios de vida. Entender el downstream es comprender que la injusticia climática del futuro no está escrita, pero se está escribiendo ahora, y que evitar un mañana de sacrificios selectivos depende de cambiar radicalmente cómo decidimos en el presente.
Conclusión
Hablar de justicia climática es mucho más que ajustar la transición energética o repartir de forma moderada los costos del cambio climático. Implica mirar de frente las raíces históricas del problema, desmontar los mecanismos presentes que siguen bloqueando la acción y reconocer que nuestras decisiones actuales están definiendo vidas y muertes en el futuro. La justicia climática exige corregir un pasado de desigualdades, transformar un presente capturado por intereses que perpetúan la inacción y evitar que el futuro quede gobernado por una lógica necropolítica donde solo quede impartir justicia cuando ya sea demasiado tarde. Entender esto es el primer paso para actuar con la profundidad, la valentía y la honestidad ética que la crisis climática demanda.
Por: Dr. Luis Fernández Carril
Gerente Académico de Sostenibilidad en Ruta Azul
correo: lfernandezcarril@tec.mx